¿Maestra o la “imprescindible doméstica educativa”?
Mi primer acercamiento al
des-funcionamiento del sistema educativo lo percibí estando recién recibida de
profesora de enseñanza primaria –título ampuloso que se traduce como:
“maestra”, después vendrían otras linduras que involucraron la temible EGB: “Educación
General Básica” y que debe alcanzar singularidades más pintorescas según el
lugar del orbe que se sugiera—. Como señalaba: maestra novísima, había iniciado
seis cursos para contemplar la aspirada capacitación desde un plano directo, y
¿qué encontré? Entre los cinco olvidables –tendría que recurrir a los diplomas
porque las dos neuronas que se desempeñan en la memoria están atascadas desde
el siglo pasado lidiando con información inútil-, destaco el que me encandiló:
“taller de escritura”.
Devoré las clases, me maravillé,
hasta que llevada por mi prolífica curiosidad espié el título del libro, que
siempre estaba en manos de la licenciada: “Taller de escritura”; suponen bien,
de inmediato lo compré, lo leí, y ¡devastada!, descubrí que el curso que me
embelesaba era el plagio activo del libro de otro.
Difícil reencontrar la inocencia
del perfeccionamiento perdido. Años de cursos, cursitos y cursadas:
emblemáticas horas apenas salvadas por algún magistral y aplicable recurso o
estrategia, o herramienta, o receta, o disparador, o “como la moda del momento le defina”, me
resultaba útil para aplicar. Porque mi habilidad es enseñar, soy maestra y no
soy maestra porque me titularicé como tal, lo soy porque mis alumnos aprenden, ¿parece
sencillo y evidente? No se confundan, no lo es, enseñar es un arte, un arte
exclusivo, y a los hechos me remito: ¿Por qué los alumnos no aprenden? Y, ¿no
será…? Porque no se les enseña.
Mediar entre los aprendizajes y
el aprendiz.
En cualquier tribu decente, por
más mínima que ésta resultase, la educación se dejaba para el más idóneo: “el
más vivo de la tribu”, y sin dudas, la situación evolucionó hasta llegar a las
Universidades, entonces, ¿por qué se nos niega el Templo del Saber?
Y ustedes me dirán que no, y es cierto, yo puedo estudiar en la Universidad,
sin embargo y he aquí el escollo: no mi carrera; para seguir mi carrera, deberé
estudiar otra. No interesa si soy una exitosa y brillante maestra, deberé
iniciar una carrera afín: Cientista de la Educación o Pedagogía, ambas muy interesantes
pero que no me identifican y el hecho es contundente, en ninguna de las dos
carreras se les exige ser maestra, por lo tanto no constituyen su enriquecida
continuación.
Un biólogo no supervisaría a un
médico porque resulta más inclusivo –genial comentario oído entre los
asistentes de un Congreso, lamentablemente, no registré su autora-, entonces,
¿qué argumento valedero hará que resulte creíble que un Cientista de la
Educación que se asoma recién en quinto año a la Escuela primaria pueda, luego,
“iluminarme”? Y ahí, precisamente ahí, se inicia el divorcio educativo: la
maestra convive con maestras, compartiendo feliz su recetario hasta que
descubre que la “paella a la valenciana, a la vasca y hasta para celíacos” que
hace veinte años viene preparando, ahora le resulta insípida porque se
encandiló con la parafernalia idiomática de los tres tomos de la hermenéutica
diatópica del “arráuz blank” (arroz blanco). Y lo más triste, abandonó su
sabrosa paella por el publicitado y prestigioso arroz blanco, porque… ¿cómo
seguir preparando con seguridad paella cuando se ignoran los pormenores
significativos, la historicidad geográfica,
o la diatriba ética del origen etimológico: “del árabe hispano arráwz, del árabe clásico aruz o del griego ὄρυζα”, arroz blanco? Mordacidades metafóricas a un costado –no muy lejos,
he de admitir—, tanto como nos apasiona enseñar: nos enamora aprender y de allí
el origen de mi texto.
Resulta harto inmediato crear la
carrera “Maestra o Maestro” y que la misma arbitre su propia órbita de
especificidad. No podemos avanzar entre tardías devoluciones, el laboratorio
escolar no puede estar fuera de la escuela y sus científicos e investigadores
no ser en inicio: maestros. Considerar a los ascensos directivos como eslabón
de la carrera no es alentador, primero porque los hechos nos arrojan la
aleatoriedad con los que estos pueden ocurrir —innumerables veces, sólo se
requiere antigüedad: haber vivido y envejecer— y segundo, porque la simpleza de
los números evidencian que existe una directora o director por escuela, es
decir: una sola persona que desarrollaría su carrera, al menos económicamente.
Fíjense qué irónico, la palabra
maestría significa: arte y destreza de ejecutar algo, título de maestro, por lo
tanto: ¿una maestra sin maestría?
Pero continuemos; abramos el
título del escrito: “Imprescindible doméstica educativa”, ¿qué acusa tamaña
mordacidad? La categorización del sueldo, la estigmatización social y el
desprestigio profesional no son gratuitos; la maestra ha sido embutida en infinidad
de tareas que han relegado su función de enseñar; sus haberes salariales entran
en competencia con una empleada de limpieza por horas y su preparación
académica ha sido abandonada al extremo de no habilitarla en el manejo de la
ortografía o la caligrafía cursiva, y sin embargo se necesitan masivamente,
redundantemente: cada vez más.
¿Con esta
mezquindad de recursos se construirán los recuerdos?
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El vocablo “recordar” acusa una
etimología exquisita: del latín “recordare” se compone por el prefijo “re” –
“de nuevo” y “cordare” que proviene de “cordis” – “corazón”, que es donde se
pensaba que residían las facultades de la memoria. Y aunque esa bella figura resulte errónea, lo ponderables es que
esta obrera artesana de la educación
no puede ser simplificada, en sus manos está la transmisión de la cultura de
nuestra sociedad, entonces: ¿qué pasado estamos generando?, ¿qué recuerdos del
corazón se acuñarán en una insípida y escasa fábrica de la memoria?