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domingo, 6 de agosto de 2017

Enraizados en el énfasis

Arquitecturas de mando 

Uno comprueba con un malestar horrorizado, que la jerga popular que asegura que quienes se aferran a la vida: lo logran, es una anarquía de falacias. La primera vez que uno choca con esta mentira: duele, por lo general no suele ser un casi extraño sino un ser querido y amado; y en ese verlo luchar con tanto ahínco contra la muerte, uno se suma a lo creído y lo posibilita esperanzado en que concurra vencedor.

Aprender el error no gratifica, sólo sumerge en la andanada de quimeras que los humanos orquestamos para sostenernos a la vida.
Pero sin irnos a la última tragedia, aunemos a lo diario:
Aducen lo aleatorio como un aval seguro en los avances: la suerte y sus caprichos encumbra al mejor de los inútiles; y uno advierte con ciertos rencores como la susodicha maquinadora ubica a “axiomáticos especímenes humanos en que la idiotez y la paupérrima luminaria casi en competencia con el más oscuro de los apagones” nos deja pasmados e inmunes al razonamiento: ¿Cómo lo logro? —disculpen pero el anterior atropello palabrero responde al atraganto que uno consume todos los días—.
¿Cómo alcanzó tremendo idiota avasallar los genuinos méritos ajenos y ubicarse en esa posición envidiable? Ante semejante naufragio de la lógica, hasta la teoría del caos o el más prestigiado de los horóscopos auxilia.
Hay un entramado que no percibimos, tal vez un progenitor conocedor de los límites de su vástago, ¿propició la subida? Posible, hemos descubierto incluso presidentes en esas analogías. Aunque sin embargo, no es la falta de candiles lo que más nos encona por la injusticia, no, lo que nos empapa de cólera, es sin dudas: la pereza y la queja, esos  seres que ocupan arbitrariamente puestos que no son de ningún modo para ellos, son quejosos y haraganes, artífices perpetuos de la inconformidad, no sólo nos engordan la bilis con la impunidad de su cargo sino que además, nos ensucian con la mitigada y relamida ponderación de sus dotes no aprovechados. Es un asco pero no tiene refutación: ellos lo lograron, ¿cómo no van a promulgar que lo merecen, e incluso que son subestimados?
Y para el resto, ¿cómo sostener la capacidad de tolerancia cuando todo parece regirse al vaivén de lo casual?
Y no me refiero a la verde, la encrestada envidia, si no a la real y consecuente reflexión. Un escritor como Kafka, un poeta como Rimbaud, un pintor como Van Gohg, en una trama de vida que los sucumbía a sentirse mediocres, y recién llegar a la muerte para que sus obras modificaran al mundo. ¿Qué otorga? Un saber que lo genial, aún entre demoras, ¿finaliza venciendo? Efímero consuelo, especialmente para ellos que jamás lo vieron.
Y aún más necrológico, ¿y si esa idea de iniquidad cubre con astucia, nuestra propia insignificancia? Terrible y desolador, pero sin dudas, motivador aval para tentarse con oráculos y artilugios que posibiliten una mínima regalía de éxito.

Y lo grotesco y casi bizarro es la consumación de la parábola, porque esas perfidias que han padecido los grandes sostienen a cantidad de futuros talentos que se creen posibles.



Lo positivo es que mientras tanto, muchas cosas buenas continúan ocurriendo y es a manos de esos seres ignotos que desde el anonimato flagelado por las circunstancias: ¡no desisten!, y trabajan los cambios porque el éxito necesita del esfuerzo y del trabajo. No es la suerte entre antojos y azar. 




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