Arquitecturas de mando
Uno comprueba con un malestar
horrorizado, que la jerga popular que asegura que quienes se aferran a la vida:
lo logran, es una anarquía de falacias. La primera vez que uno choca con esta
mentira: duele, por lo general no suele ser un casi extraño sino un ser querido
y amado; y en ese verlo luchar con tanto ahínco contra la muerte, uno se suma a
lo creído y lo posibilita esperanzado en que concurra vencedor.
Aprender el error no gratifica,
sólo sumerge en la andanada de quimeras que los humanos orquestamos para
sostenernos a la vida.
Pero sin irnos a la última
tragedia, aunemos a lo diario:
Aducen lo aleatorio como un aval
seguro en los avances: la suerte y sus caprichos encumbra al mejor de los
inútiles; y uno advierte con ciertos rencores como la susodicha maquinadora
ubica a “axiomáticos especímenes humanos en que la idiotez y la paupérrima
luminaria casi en competencia con el más oscuro de los apagones” nos deja
pasmados e inmunes al razonamiento: ¿Cómo lo logro? —disculpen pero el anterior
atropello palabrero responde al atraganto que uno consume todos los días—.
¿Cómo alcanzó tremendo idiota
avasallar los genuinos méritos ajenos y ubicarse en esa posición envidiable?
Ante semejante naufragio de la lógica, hasta la teoría del caos o el más
prestigiado de los horóscopos auxilia.
Hay un entramado que no
percibimos, tal vez un progenitor conocedor de los límites de su vástago,
¿propició la subida? Posible, hemos descubierto incluso presidentes en esas
analogías. Aunque sin embargo, no es la falta de candiles lo que más nos encona
por la injusticia, no, lo que nos empapa de cólera, es sin dudas: la pereza y
la queja, esos seres que ocupan
arbitrariamente puestos que no son de ningún modo para ellos, son quejosos y
haraganes, artífices perpetuos de la inconformidad, no sólo nos engordan la
bilis con la impunidad de su cargo sino que además, nos ensucian con la
mitigada y relamida ponderación de sus dotes no aprovechados. Es un asco pero
no tiene refutación: ellos lo lograron, ¿cómo no van a promulgar que lo
merecen, e incluso que son subestimados?
Y para el resto, ¿cómo sostener
la capacidad de tolerancia cuando todo parece regirse al vaivén de lo casual?
Y no me refiero a la verde, la
encrestada envidia, si no a la real y consecuente reflexión. Un escritor como
Kafka, un poeta como Rimbaud, un pintor como Van Gohg, en una trama de vida que
los sucumbía a sentirse mediocres, y recién llegar a la muerte para que sus
obras modificaran al mundo. ¿Qué otorga? Un saber que lo genial, aún entre
demoras, ¿finaliza venciendo? Efímero consuelo, especialmente para ellos que
jamás lo vieron.
Y aún más necrológico, ¿y si esa
idea de iniquidad cubre con astucia, nuestra propia insignificancia? Terrible y
desolador, pero sin dudas, motivador aval para tentarse con oráculos y
artilugios que posibiliten una mínima regalía de éxito.
Y lo grotesco y casi bizarro es
la consumación de la parábola, porque esas perfidias que han padecido los
grandes sostienen a cantidad de futuros talentos que se creen posibles.